Ayer, a las cinco de la tarde, ya con mucha hambre, pues no había podido comer más temprano, cuando le estaba echando sal al jitomate de mi ensalada, mi salero me habló; me dijo inquisitivamente: ¿Por qué nunca me has agradecido el que le haya dado sabor a tu vida por tantos años?, pues la sal que te he ofrecido diariamente para tus alimentos los hace más sabrosos y, por lo tanto, este acto amoroso le da alegría y sabor a tu vida. ¿No lo crees así? ¿No merezco aunque sea un pequeño gracias?
¡Me quedé atónito, no porque habló el salero, pues estoy acostumbrado a este tipo de experiencias extrañas, sino por su reclamo! Pero su pregunta me hizo reflexionar: tal vez tenía razón en lo que me dijo. Así que después de pensarlo un poco, mientras comía bocados de arroz con pollo y rodajas de jitomate y lechuga, tímidamente le di las gracias. Él me sonrío, abriendo más los diminutos hoyos de su tapa.
Después de unos momentos de silencio, que sólo era interrumpido por el suave ruido de mi masticar rápido y atragantado, el salero me dijo: ¿Tenías mucha hambre verdad? Le contesté que sí. Se nota, me comentó, burlonamente; ¿No quieres que te ofrezca más sal para tu pollo?, creo que le hace falta. Enseguida engullí otro pedazo de ese pollo tierno que cubría gran parte del arroz a la mexicana, y sorpresa: ¡el salero tenía razón! Entonces me abrió sus brazos para que lo tomara y vertiera más granitos de sal en el pollo, para hacerlo más apetitoso.
¿Cómo supiste que le faltaba sal?, le dije. El salero, con cuerpo de vidrio y cabeza de metal, me afirmó: yo sé cosas que no puedes imaginarte, cosas del universo que el hombre no ha descubierto ni podrá; por su soberbia y ensimismamiento, por su egoísmo, por su falta de amor. Por ejemplo tú: por pensar sólo en ti mismo y en tus problemas, no ves todo el sabor que un número incontable de personas le ha dado a tu vida. ¿Les has estado agradecido por ello? Sólo piénsalo. ¿Sabes cuánta gente ha condimentado tu vida con la sal de su sonrisa, de su cuidado, de su consejo, de sus abrazos cariñosos, de sus chistes tontos que te hicieron reír, de su ayuda en cualquier forma? Todo ello y mucho más has pasado por alto, y nunca les has dado las gracias con toda tu alma. En vez de eso, te concentras en sus fallas. ¿Y qué pensabas? ¿Qué son perfectos para nunca fallar? Eres un ignorante. ¿No sabes que la perfección sólo se encuentra en el Cielo? No siempre pueden darte lo que tú deseas. Hay veces que los corazones, como el mío, a veces están húmedos, y no pueden agregar sal a tu vida y darle el sabor que esperas. Pero tu egoísmo les exige, sin darte cuenta de todo lo que en muchos momentos te dieron: toneladas de sabor, pero que no viste por tu ceguera espiritual.
Luego de estas sus palabras, el salero lloró y yo también. Él lloraba por la pena que sentía por mí; y yo, por mi estupidez, por mi inmensa estupidez. ¿Cuánta alegría que me han dado, conocidos y extraños, he dejado de valorar? ¿Cuánto amor he tirado por el caño de mi odio, que han vuelto ciegos a mis ojos; y, a mi memoria, un cajón de basura, en vez de un baúl repleto de recuerdos hermosos?
Tal vez mi vida ha tenido más momentos felices que tristezas, momentos bellos que no he querido ver ni recordar. ¡Tal ves he sido más feliz de lo que he creído! El salero me rebatió: no tal vez; has sido mucho más feliz de lo que piensas. Reacciona y agradece: un corazón agradecido es un corazón bendito. Reacciona... reflexiona... no vivas el tiempo que te queda en este mundo sin agradecer profundamente a todos aquellos que le han dado sabor a tu vida y lo siguen haciendo.
Y aunque no me agradezcas sinceramente por la sal que te proveo todos los días, te la seguiré dando... porque me pone contento... porque es mi función... porque es la tarea santa que Dios me dio: darle sabor a tu vida.
Cada vez que veas un salero en cualquier mesa o lugar, recuerda esta conversación. Y por si no lo sabes... soy un ángel disfrazado de salero.
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